
El Festival Tango Divino se nos iba, como se había Ido Helena cansada de esperarme o necesitando solo ese mensaje que no mande al llegar a esta insólita baliza titilando en la oscuridad que había erigido Jaime Divino. Había arrastrado a los muchachos Lusiardianos pensando que en cada pista íbamos a contender en duelo mano a mano para rescatarla de milongueros marciales u entidades ominosas con quienes batallar desde las profundidades del averno de la impericia abriéndonos paso a cadencia y abrazo hasta llegar al final. Pero esa confrontación había sido mas bien un viaje iniciatico hacia el centro de eso tan difuso que nos une y que llamamos milongueridad, a falta de un termino mejor. Pero las cosas no suelen ser como uno las imagina. El rumor se había ido convirtiendo en certeza. Siete de las pistas habían caído ante el embate de los inspectores clausureros o usureros claustrales, apoyados por alguna oscura fuerza prohibitiva. Algunos milongueros curtidos habían ido a a apoyar a los samurais supervivientes y a su jefe obstaculizando con barricadas la marcha de las fuerzas del orden. “No es el festival, ni los permisos, se trata del tango. ” decian, urgiendonos hacia la ultima pista. Así que mientras ellos iban a proteger lo que creían nuestro derecho a irnos cuando quisieramos o quedarnos hasta el final – junto a Vieytes y Luconi, enardecidos con la promesa de ofrecer sus servicios milongueros repartiendo mamporros a granel – atravesamos una pista casi vacía donde sonaba Pugliese y se veían mesas con carteles de reservado para grandes estrellas de la coreografía que no estaban o nunca habían llegado. Luego de franquear una puerta donde estaba escrito un verso con la letra de R. Lamido y la cabeza del Dante “No menos que saber, dudar me agrada” llegamos a la ultima pista. Era una sala color azul con forma trapezoide en cuyo extremo mas alejado a la puerta de entrada había un manchón entre naranja y amarillo que simulaba una madrugada y estaba pintado justo debajo de una cristalera a media altura. En la pista las parejas apuraban las tandas aplacando el cansancio con cansancio bajo la atenta mirada de un Dijey encaramado en las alturas, que controlaba el sonido e iba empapando con agua algunas bolas de papel higiénico. Había una barra y en ella uno de esos curtidos barmans que han visto y contribuido a muchos desengaños protegiendo todo lo rompible, limpiando de anhelos los vasos rejuntados, abocando sobras liquidas en botellas de agua con la tapa agujereada y vendiendo las ultimas empanadas a precio de saldo. Sin los “servicios milongueros”, sin Pitón Pipeta y sin el Indio, que había desaparecido con Laura tras la “Salida mágica” solo quedamos del grupo original Diogenes Pelandrun en permanente coloquio con Sofia sobre la influencia de la media masa pizzera en la poesía del suburbio, El Pibe Pergamino que enseguida salio a bailar con Lara y un servidor con los zapatos colgando inútiles a un costado mientras sonaba “El Amanecer” sin que pudiera recrearlo con Laura, buscando esa invisible comunión que ahora no estaba. “Linda al ñudo la tanda”, dije, medio parafraseando al protagonista de “Hombre de la esquina rosada”. Las pocas muchachas se repartían entre la pista y en sofás azules donde descansaban sin zapatos junto a algunos trasnochados rendidos o esperando por una cuestión de honor “La Cumparsita“. Cuatro viejos milongueros acumulaban pertrechos con la rodilla al suelo, de cara a la puerta como hacían los guerreros de las tribus clavando en tierra las flechas ante la inminencia del combate. Ataban los cordones de sus propios zapatos y pedían otros, quizá para usarlos de boleadoras. Porque lo hacen? la noche se va muriendo y el Festival con el. Que mas da, si se termina antes? – dije. Había perdido la esperanza. El mas viejo me miro y sin dejar de hacer lo que estaba haciendo dijo – Ningún roñoso inspector me va a decir a mi, con las milongas que tengo encima cuando tengo que irme a dormir. Faltaria más – Tenia razón. Sin otra fe que la de proteger el grito sagrado de “Ultima tanda” me uní a ellos detrás de unos sofás acumulados en forma de cuña de cara a la puerta. El barman, como un anciano de la tribu comenzó a repartir coñac y wisky para infundir valor en los rendidos. Parecía que de alguna manera íbamos a llegar al final, porque el dijey anuncio los dos últimos tangos y las parejas se dejaron caer sobre el compás de Caló-Beron. Sentimos un estrépito. Se abrieron las puertas para recibir un grupo milonguero con no mas de seis samurais con la goma espuma destrozada. Luconi y Vieytes estaban entre ellos trayendo casi desvanecido al mismo Jamie Divino con el impecable traje manchado de sudor y chimichurri. El hombre deliraba y en su sueño de fiebre nombraba a una tal Elisa. Quizá lo habían podido tantos imprevistos. Quizá el cansancio de esperar en vano. O solamente la ausencia o la ignorancia. Lo dejamos en unos sofás, tapado con una chaqueta mientras hacíamos una torre con sillas y banquetas contra la puerta. Se oían golpes. Truenos de tormenta detrás y afuera. El dijey subió la música. Hubo un ruido de cristales. La ventana abierta a la noche que casi ya no era se vio interrumpida por escaleras en donde enseguida vimos cabezas.Volaron proyectiles y bolas empapadas. Las cabezas se asomaban con cautela. Una escalera perdió asidero y oímos gritos. Hubo un golpazo. La puerta de salida de dos hojas, cerrada con los que decidimos quedarnos hasta el final, se abrió hacia adentro con la traba de seguridad impidiendo que se abriera del todo. El ariete volvió a impactar sobre las puertas que esta vez si se abrieron colgando de sus goznes. Era un viejo Rambler negro con cuatro curas encima. Un Samurai traidor y Osvaldo Malandra venían con ellos. Los zapatazos, bolas de papel higiénico, bolsas llenas de tragos y promesas les impidieron bajarse del coche. Los primeros acordes de “La Cumparsita” sonaban y las parejas supervivientes se abrazaban mientras batallabamos. El coche no podía avanzar mas sin que se dañara su fina pintura. Había quedado trabado en las puertas como un tapón con 20 centímetros a cada lado obstaculizando el paso de las fuerzas del orden y los vecinos, que agitaban los brazos, impotentes. Sin mucha agilidad intentaron entrar por encima del rambler, abollando el techo ante la desesperacion del cura dueño del coche. Corrimos a proteger ese nuevo frente abierto protegiendo el perímetro, impidiendo que aquellos seres deleznables llegaran a la pista para interrumpir la ronda. Hubo algunos que se deslizaron por el capo, bajo la lluvia de objetos, desprendiendo el guardabarros. Vieytes y Luconi fueron hacia allí a repartir bolsazos de zapatos por los lomos. Y entonces hubo llanto y rechinar de dientes por los golpes y el guardabarros. Cayeron cuerdas desde las alturas y por ellas algunos integrantes del escuadrón municipal de limpieza, los mismos que limpiaban los carteles de las ficticias calles poéticas Bioy y Edgar Poe quisieron bajar con la idea de cortar las conexiones y apagar la música. Las muchachas capitaneadas por el Barman y Pelandrun los repelían con las improvisadas pistolas de agua llenas de porquería, tratando de apuntar a los ojos. Así estaban, colgando a media altura como arañas ciegas pendiendo de su tela, sin fuerzas para subir. Alguno cayó de espaldas como una bolsa de papas y allí quedo sin poder levantarse. El violín iba cantando la ultima pausa de la cumparsita. La puerta que comunicaba con las pistas cerradas comenzó a ceder. Vi como caían a un tiempo las ultimas gotas de licor bravío, las primeras de la tormenta, las sillas acumuladas sobre las banquetas. El dijey se abrazaba a su consola y a su maquina protegiéndola con su cuerpo. Los zapatos volaban zumbando sobre las cabezas de los invasores. Ya casi no quedaban proyectiles. Ya no quedaban pies. El cansancio de la noche y la batalla subía desde abajo al corazón. Intuimos el ultimo acorde, y al llegar de verdad, perfecto y no apurado, celebramos con un grito compacto y milonguero al ver como las parejas, entre las que estaba el Pibe, llegaban a cerrar manteniendo la postura y el abrazo.
La tormenta de lluvia y gritos creció en el silencio sin música. Divino se incorporó señalando hacia algún lugar. “Allí. Allí“. Decía, con una sonrisa delirante.
Y entonces la mano prohibitiva de la ley cayó sobre los interruptores de la luz.
Y la tormenta y las tinieblas lo invadieron todo.